Como la pintura de Delacroix.
Invadían a mi amor, a mi París, con sus estúpidas acciones y
su carne de cañón. No estaba dispuesto a dejar que me la arrebataran. Desde mi
barricada y con el puño en alto podía sentir cada segundo que restaban a mi
vida los pasos del ejército acercándose hacia mí.
Podía oler el miedo mezclado con la sangre seca de nuestros caídos en mis ropas y en las de mis compañeros: unas voces desgarradoras que no querían apagarse, no sin antes haber luchado. La artillería enemiga no cesaba en su intento hasta que cayeron nuestras murallas y alzaron los fusiles contra nuestra tricolor. Estábamos listos para morir, pero no sin pronunciar, antes del disparo: ¡Viva la Revolución!
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